lunes, 12 de noviembre de 2007

UN SOL NEGRO

( Trabajo presentado en el Ciclo Grandes temas de la clínica el 19 de mayo 2007)
Por Osvaldo M. Couso


El amor cuando no muere, mata.
Los amores que matan nunca mueren.

Joaquín Sabina


En su torbellino, el amor articula una ilusión de plenitud del ser, con la falta en ser. Como desde siempre ha enseñado la cultura el amor es idealización y ensueño, pero también subjetivación del vacío que en tanto humanos, nos constituye: su promesa de re-encuentro, su ilusión febril, su desvarío, envuelven una inquietante vecindad con el desamparo y la soledad que habitan el corazón mismo del hombre.
El amor es vértigo que amalgama juramentos y traiciones, promesas de eternidad con muelles desiertos, paraísos con flores mustias, sueños de completud con pañuelitos estrujados. Es vacío (1) que, desde su agujero carnal, inventa una esperanza: ella empuja, aunque extravíe, a una continuidad, a un fluir por los laberintos de la vida.

Naciendo de una falta, el amor intenta el encuentro entre alguien a quien algo le falta y alguien que parece tener “eso” que le falta al primero. Más tarde o más temprano se revelará que sólo ilusoriamente puede creerse en un encuentro por el cual alguien tiene (y puede dar) lo que le falta al otro.
Aunque tales malentendidos generan una discordia que es esencial en el amor, como lo enseña el saber popular y lo acentúa Lacan (2), su papel es propiciatorio: tienen el mérito de producir una puesta en escena de carencias, ansias, ilusiones y desengaños; de constituir un campo ficcional de decisiva importancia para el análisis (y para la vida misma): “es preciso que hagamos surgir el campo del engaño posible.” (3).

UN ANUDAMIENTO
Hay una pérdida de goce que es inaugural en el hablante, ya que se produce como consecuencia del encuentro entre el cuerpo viviente y el significante. En su empuje por hacer pasar el goce a la palabra, haciéndolo entrar en el campo de la demanda (lo que se pide, se da, se niega, se intercambia), el significante no sólo transmuta el goce, sino que le infringe una pérdida radical: el cuerpo viviente es vaciado del goce que, por viviente, le suponemos.
La alienación es forzada: el viviente no la elige, debe someterse a ella; pero si bien perder la bolsa salva la vida, lo perdido no deja de llorarse, condiciona desde entonces una nostalgia (por lo que presuntamente fue) y un ansia (indeclinable) de recuperación.
Todo esfuerzo de lo simbólico por llevar el goce a la palabra, atrapándolo en la demanda, será fallido. Es por ello que se circunscribe una “zona de goce”, un campo que es exterior al significante: “territorio” al que la palabra no alcanza, de límites imprecisos, sombra que amenaza al símbolo con la potencialidad de una irrupción arrasadora.

Por otra parte el goce extraviado, descaminado por las vías simbólicas, va a encontrar una nueva localización (además de las palabras): los agujeros del cuerpo real son el lugar privilegiado para los intercambios entre el sujeto y el Otro. Allí se recortan, se separan del cuerpo los objetos, que tanto permiten alcanzar una satisfacción libidinal como simbolizan, por estar destinados a desprenderse, la pérdida originaria.
En dicha pérdida pueden, entonces, precisarse tres articuladores esenciales: vaciamiento, nostalgia y recorte del objeto.

A partir del deseo se agrega otro articulador fundamental: la función de la causa, que transforma lo traumático de la pérdida en motivación, induciendo la movilización y la búsqueda. Pero ello requiere de una condición: la función del amor, que permite al sujeto obtener una imagen que se postula como continente del objeto perdido. Para que la función de la causa se articule con la originaria pérdida de goce, es necesario que un señuelo se le presente al sujeto, prometiéndole el anhelado re-encuentro con lo perdido: en el espacio de esa pérdida radical, empujado por un objeto (no menos radicalmente) perdido, llamado por “otro” objeto (recortable del cuerpo del semejante) que aparenta ser alcanzable, la relación de objeto es hecha posible por el anudamiento borromeo de amor, deseo y goce.

Funcionamiento (normativizado por el complejo de Edipo) sostenido por una lógica fálica: el deseo promete goce para mitigar la pérdida originaria; el amor promete unificación a quien afecta la división y la incompletud. Ambas promesas aceptan, en verdad, la pérdida instituyente (implican la renuncia a un goce y la expectativa de otro más temperado), pero dándole el estatuto de algo recuperable.

LA RELACION DE OBJETO
Por el sesgo de la relación con el cuerpo subyace en el amor la potencialidad de su transformación en pasión. Es cuando se rompe el anudamiento con el deseo y el goce. Entonces la significación amorosa se absolutiza y se desarticulan tres esenciales vertientes del objeto: causa, señuelo e idealización.
El deseo implica un objeto perdido y otro objeto a alcanzar, que la normativización edípica ubica como una parte de la “persona total” del partenaire. Cualquier objeto al que el sujeto acceda no es más que un substituto del objeto radicalmente perdido, estructuralmente inaccesible. Sin embargo, ese objeto aporta cierta satisfacción, pero ella es siempre “menor” que la deseada y esperada, con lo que la pérdida de goce se actualiza.

Por reencontrar así una carencia el sujeto puede, en parte, quedar arrasado. Sólo lo ayuda la función propiciatoria del amor, el tiempo de suspensión (4) y de espera por el que, a pesar de las decepciones que actualizan la castración, el movimiento deseante se conserva (5): el sujeto insiste, intenta a pesar de todo, una y otra vez (6), logrando una esperanza al futuro que sostiene al ser en su carencia, a la vez que se sostiene la carencia del ser.
Entonces: el señuelo presta su forma al objeto causa, que motoriza la búsqueda. La búsqueda produce un encuentro que brinda cierta satisfacción y también cierta in-satisfacción, por la que se actualiza la castración, que vuelve a posibilitar que la causa se articule.... y el movimiento se relanza.
Así, en las neurosis la relación de objeto sólo es posible por el anudamiento entre amor deseo y goce. Anudamiento que llevará a una triple revelación: el objeto que el deseo alcanza no es el que buscaba, el goce que se obtiene es menor al anhelado (para desmentir la pérdida originaria), el objeto idealizado por el amor era sólo un espejismo. Sólo por la crudeza de esa triple revelación, el sujeto puede tomar contacto con algo real.

Puede imaginarizarse tal encuentro con una idea (7): la articulación de lo que no puede decirse en lo que se dice. Cada palabra, además de lo que dice, connota aquello que, por estructura, no puede decirse. Tal símil ilustra la operatoria por la cual se vuelve a cavar un hueco, a delimitar un agujero, a re-establecer una circulación de la imposibilidad, sin la cual no se reactualiza el anudamiento de causa y señuelo; por el contrario, se absolutiza la idea de un colmamiento posible. (8).
Por lo dicho, puede entenderse mejor que el amor es motor y pérdida. Le debe tanto a la vida como a la muerte, a las palabras como al silencio. Necesariamente ha de alojar la muerte para que la vida se sostenga.

EL TUNEL

En su novela “El túnel”, Ernesto Sábato nos ilustra la absolutización que he mencionado antes: un amor que desmiente su asociación con el silencio, que no aloja la muerte, se va transformando en pasión, avanza sin detenerse devorándolo todo.

Es la pasión de Juan Pablo Castel, un artista plástico que presenta en una muestra un cuadro que tiene para él una característica muy especial: sin saber el motivo, se vio llevado a pintar en un ángulo una pequeña “ventana” (que no parece tener relación alguna con el resto de la obra). En ella, se ve una playa solitaria y una mujer que mira el mar como esperando algo, en absoluta y casi angustiosa soledad.

Cuando una mujer se detiene largo tiempo frente al cuadro, mirando “la ventanita”, Castel cree que ella, María Iribarne, es la única persona en el mundo capaz de entenderlo, de captar la importancia esencial de ese detalle.

Castel no suele tener tales esperanzadas sensaciones. En verdad está siempre amargado, desengañado de la condición humana, por “la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez“ (9) de los hombres. Pero llega a creer que María podrá escuchar sus “gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes” (10).

Esa “ventanita” es “lo desconocido” que se le ha impuesto. Lo atormenta porque no acepta desconocer sus alcances y determinaciones, de las que supone que María (y sólo ella) posee la clave que a él se le escapa.

Tal vez es por eso, por lo que en ella ha cifrado, que Castel se siente revivir a partir de María: “renacían en mí los antiguos amores de la adolescencia...” (11). Pero que ella implique la llave de sus enigmas y de su vida misma, hace que comience a dirigirle una demanda interminable.
No entenderá que si ella se detuvo frente al cuadro, fue porque le trajo (a ella) recuerdos de su propia adolescencia junto al mar, con sus antiguas ansias y secretos. Ese malentendido de inicio, hace que María no pueda responder a tales demandas, por lo que ella misma se transforma para él en “una nueva ventana” abierta a la oscuridad.

Por su lado espejo, la ventana los lleva por las vías repetitivas del amor y del deseo, en el sueño de re-encontrar espectros y fantasmas. Pero la creencia se sostiene en tanto posterga el momento del encuentro real; el deseo tanto motoriza la búsqueda como se asegura de fallar el encuentro. El afán posesivo de Castel, en cambio, insiste en llegar “hasta el fondo”, hasta el objeto “verdadero”. Así comienza a desarmarse la articulación de tres aspectos (causa-señuelo-idealización) del objeto: ningún “reemplazante” (con su secuela de desilusiones) es aceptado. Es como si Castel no “se conformara” con otra cosa que el encuentro con el propio objeto a.

María no vive ese amor del mismo modo que Castel. Ella se sustrae, evita las respuestas todo lo que puede, se acerca y se aleja. Por eso él se siente atraído y también se desespera y obsesiona; por eso María es como la salida del sol, “pero este sol era un sol negro, un sol nocturno.” (12).
La unión física (que necesita como garantía de amor), lejos de tranquilizarlo lo perturba más: “Mis sentimientos..(..).. oscilaron entre el amor más puro y el odio más desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de María” (13).

Excluyente e insaciable, el amor de Castel es cada vez más obsesionante. A veces, aferraba brutalmente a María, le exigía garantías de “verdadero amor”. La sometía a verdaderos interrogatorios, casi a la tortura, exigiendo una entrega tan total, que ella no podía responderle. Negando que lo que lo causa es lo que en ella escapa, insiste en capturar y dominar lo que de ella desconoce. Transforma así el desconocimiento en amenaza de pérdida, la ausencia de la respuesta que espera en engaño y deshonestidad: entonces la injuria, le grita “puta”, luego se arrepiente y le pide perdón. Pero si logra calmarla, lo interpreta como confirmación de que él tenía razón: “es” una puta, ya que una mujer decente no lo perdonaría tan rápidamente...
Lo que él desconoce de ella es para él, entonces, un peligro. Sin embargo, aunque los “interrogatorios” son cada vez más frecuentes y crueles, paralelamente algo importante le va sucediendo a Castel: a pesar de su tormento y de su temor a quedar reducido a una sombra, comienza a reconocer su propia crueldad, a tomar como problema sus exigencias de “verdades” inapelables. Dice: “¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad..(..).. mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad.” (14).
Hasta entonces, su desprecio por la humanidad entera daba a Castel una orgullosa sensación de superioridad. A partir de María, siente que “el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio...” (15).

Un hecho nuevo ha surgido para él: a través del amor por María atraviesa un límite, algo lo impulsa a reconocer la división y el conflicto, en él mismo, de lo que execra en los demás. Tal hecho nuevo tiene una consecuencia esencial en su pintura: produce una serie de cuadros muy diferentes. En sus creaciones aparecen ahora columnas en pedazos, estatuas mutiladas, ruinas humeantes, escaleras infernales, lo que él nombra como un “Museo de la Desesperanza y de la Vergüenza.”(16).
Es así que el amor se revela no sólo como el vano sueño de una unidad imposible, sino como un encuentro, como la reactualización de una falta propiciatoria que puede causar al sujeto.
Pero el anudamiento de causa y señuelo no se sostendrá en Castel: la absolutización de la idea de un colmamiento posible, lo empecinará en la búsqueda de una fusión eterna e indisoluble en la que cree demasiado. La relación se hace cada vez más tortuosa. Los “interrogatorios”, las injurias y arrepentimientos son constantes. María lo perdona cada vez con mayor desgano, por lo que varias veces Castel tiene que amenazarla con suicidarse si no lo hace. Apenas ha logrado el perdón, todo recomienza en los mismos términos.

A veces él puede pensar en la insensatez “de no haberme conformado con la parte de María que me salvó (momentáneamente) de la soledad.” (17). Se da cuenta “que debía resignarme a tener frágiles momentos de comunión...” (18). Pero no es suficiente y vuelve a atormentarse: “no podía dejar de pensar que había existido un instante para mí y que nunca más volvería a existir...” (19).

El momento de felicidad, lejos de saciarlo, lo exacerba aún más en sus ansias posesivas, porque comprende que cada momento bello es irrepetible. Concibe entonces la idea que sólo la muerte logra la eternidad que anhela, que la unión definitiva que busca sólo puede imaginarse matando a María y matándose.

Al no haber felicidad absoluta, Castel se re-encuentra con su mundo horroroso, vuelve a “desconsolarse por la naturaleza humana, al pensar que entre ciertos instantes de Brahms y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes subterráneos!” (20). Finalmente se quiebra, cae en una vorágine: aturdido, confundido, alcoholizado, como si estuviera viviendo un sueño o una pesadilla, se pierde en bares, prostíbulos y comisarías. Va creciendo en él una ferocidad cada vez más ilimitada.

Destruye el cuadro que había significado tanto su esperanza como su decepción y va al encuentro con María, invadido por una “rara voluptuosidad” que atribuye a la “certeza de que realizaría por fin algo concreto con ella.” (21). Va pensando en el desencuentro, que “era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro”(22).

Alcanza así lo que llama “la hora del encuentro”(23). Es cuando, rebosante de furia y de gozo, asesina a María, diciéndole: “Tengo que matarte, María. Me has dejado solo.” (24). Sólo matando Castel puede sostener la creencia en alcanzar lo inalcanzable.
El sueño del amor es un deslumbramiento que pretende una potencia transformadora ilimitada, el rechazo “definitivo” de todo dolor, de toda pérdida, de toda ausencia. Pero el amor también sabe de su falla, a la inversa del amor-pasión puede llegar a creerse luz invencible, capaz de transformar la potencia disolvente de lo oscuro (que borronea límites y referencias) en fusión amorosa. La ilusión es que la noche ya no sea metáfora de lo irrepresentable que incluye toda representación, sino la prolongación de tal representación. Negación de la nada para alcanzar, como objetivo final, el sentido pleno, el Todo.

Tal sueño pasional se cree por fuera de las coordenadas témporo-espaciales, ya que se alimenta de un instante, cuya fugacidad pretende transformar en eternidad.

Pero Castel descubrió muy pronto que el sol era negro, que incluía luces y sombras, esperanzas y desengaños. El insiste en la insolente pretensión del deslumbramiento amoroso, que cree ciegamente en su poder lumínico ilimitado. Por ello, condenado a perseguir lo inalcanzable (creyéndolo alcanzable), sólo le cabe precipitarse hacia la muerte y las tinieblas, hacia el encuentro final y definitivo en que el relámpago se eternizaría.
Tal recubrimiento de la castración y de la muerte (la noche hacia la que la luz apunta) como goce absoluto, deja a la muerte real como el único supuesto lugar donde la pasión de ser es “realizable”.

Cuando Lacan señalaba la radical exclusión del cuerpo real en el esquema óptico, al que luego agregaría que hay un blanco, un vacío en la investidura libidinal (que corresponderá a –fi y al objeto a), estaba delimitando la línea que separa el mundo (lo que puede ser representado) de lo que escapa a la representación, al narcisismo y al amor. Estaba definiendo que la imagen especular no puede constituir un todo.

Aunque tiende a ocultarlo, la imagen, lo que puede ser investido libidinalmente, en su estructura misma implica una hiancia, un agujero. Así, mientras se carga libidinalmente el objeto en el espejo, y porque el espejo existe, hay sin embargo algo que escapa a esa carga.

Si toda imagen porta la posibilidad de poner un límite a la totalización, es por ese “defecto” constitutivo, que implica la presencia -en toda representación- de lo irrepresentable. Es por eso que la hiancia de la representación es propiciatoria, porque limita toda pretensión totalizante; es refugio y morada del sujeto, y posibilita un amor que “sabe” de su falla y sostiene la castración.

Castel no puede servirse del amor, porque lo pretende tan absoluto como para separar y expulsar del mundo, lo in-mundo. Al amar pretende que la representación borre lo que de estructura incluye, asegure un mundo “limpio”, libre de la alteridad que también lo constituye.
El fracaso de esa pretensión lleva al odio, que así se dirige a arrasar la representación misma, a la que “culpa” por haber fracasado, concibiéndola no como lo que posibilita la búsqueda, sino como el muro que produce el desencuentro.

Siempre es “mejor dejar perdidos los anhelos que no han sido” (25). De lo contrario, la representación se vuelve el enemigo a destruir: “que eso no haya existido”, que el objeto que causa y sus huellas (alrededor de las cuales gira la dialéctica imaginaria del narcisismo y del amor) sean erradicados. El odio ataca la existencia misma del otro como sujeto, no sólo para destruirlo, sino para destruir lo que lo hace otro, la alteridad que lo constituye.
Aunque en un primer momento coincide con la agresividad (que se dirige a la imagen), el odio va mucho más allá. Apunta a la imagen, pero mucho más a su defecto, al que pretende borrar buscando la aniquilación de la posibilidad misma de la representación. Por ello ataca al símbolo mismo, concebido como el muro que se opone a un “verdadero encuentro” con el objeto.

Si el amor ama los espejismos el odio, en su búsqueda implacable de plenitud los destruye, precisamente, por ser espejismos: por su presunta “imperfección”, que impide “olvidar” que su agujero es de estructura.

El amor puede sostener al sujeto a pesar de los desencuentros, porque hace de dicho agujero objeto a renunciar (para conservar el investimiento por la “persona total”). Pero para ello es necesario que esté articulado al deseo (que del agujero, hace causa).

Tal es el anudamiento cuya ruptura ilustra el texto de Sábato. El amor de Castel no es ese amor capaz de renunciar al objeto. Por ello termina en una verdadera pasión del ser que, al estar el narcisismo sostenido por el Falo Simbólico, se objetiva como pasión de ser el falo. El intento de negar la castración y la falta en ser que ese mismo Falo implica por estructura, está condenado al fracaso. Pero tal fracaso de Eros transforma la pasión de ser en pasión de no-ser, como si el sujeto, no pudiendo ser el falo, en un juego “a todo o nada” eligiera el rechazo de la vida misma, la aceleración de una precipitación mortífera.

Allí lleva un sol que se pretende tan rutilante, la creencia en un brillo tan absoluto que borra toda sombra. Por un curioso contrasentido, un amor que no aloja la muerte, lleva a la muerte.

Por eso vale citar un poeta:
“A veces el amor
sencillamente es alzado por la vida y
vive y otras veces es alzado por la muerte y
muere.
El amor entonces
calla:
se transforma
en la voz de la vida
o la voz de la muerte.
Pero a veces
el amor queda solo y
dulcemente
cae
como un pájaro cuando
irrumpe en el vacío.
Sólo entonces
la memoria lo alza
y el amor
convierte en su propia voz
a la vida y la muerte.
Sólo entonces
canta.” (26).
BIBLIOGRAFÍA
1. Jacques Lacan: El Seminario, Libro XXIV: “L’insu que sait de l’une-bevue s’aile a mourre”, inédito, clase 15-3-77.
2. Jacques Lacan: El Seminario, Libro VIII: “La transferencia”, inédito, 30-11-60.
3. Jacques Lacan: El Seminario, Libro XI: “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Ed. Paidós, Bs. As., 1993, pág. 139.
4. Jacques Lacan: El Seminario, Libro XX: “Aún”, Ed. Paidós, Barcelona, 1981, pág. 175.
5. Jacques Lacan: El Seminario, Libro VIII: “La transferencia”, inédito, 23-11-60.
6. Jacques Lacan: El Seminario, Libro XXIII: “Le sinthome”, inédito, 15-4-75.
7. Ibid., 18-11-75.
8. Proceso que tiende a borrar una diferencia esencial en la repetición: la búsqueda del significante olvidado tanto es para recuperar lo perdido, como para librarse de su sujeción.
9. Ernesto Sábato: “El Túnel”, Ediciones Cátedra S.A., Madrid, 1994, pág. 90.
10. Ibid., pág. 87.
11. Ibid., pág. 100.
12. Ibid.
13. Ibid., pág. 107.
14. Ibid., pág. 117.
15. Ibid.
16. Ibid., pág. 157.
17. Ibid., pág. 134.
18. Ibid., pág. 135.
19. Ibid., pág. 142.
20.Ibid., pág. 153.
21. Ibid., pág. 158.
22. Ibid., pág. 159-160.
23. Ibid., pág. 160.
24. Ibid., pág. 163.
25. Se trata del tango “Percal”, de H. Expósito y L. Federico.
26. Guillermo Boido: “Balada”. De “La oscuridad del alma” (apareció en “Ñ”, Revista de Cultura, 28-10-2006).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Datos personales