lunes, 24 de octubre de 2011

sábado, 6 de agosto de 2011

Una reinvención singular del psicoanálisis*. Margarita Alvarez (Barcelona)

El título de este seminario, que toma a su vez el del próximo Congreso de la AMP, parte de una afirmación cuya fórmula, “El orden simbólico ya no es lo que era”, señala un rebajamiento, una degradación del orden simbólico, para plantear seguidamente una pregunta sobre las consecuencias que esto tiene para la cura analítica. Esta pregunta implica el reconocimiento de una relación entre el orden simbólico y sus vicisitudes por un lado y la cura, por otro. Voy a tomar brevemente esta relación de manera muy concisa en la llamada primera y última enseñanza de Lacan, para tratar de responder después a la pregunta.

Del Otro al significante de la falta en el Otro
La relación entre el orden simbólico y la cura analítica está en el fundamento mismo del descubrimiento freudiano, si bien fue un lector de Freud no psicoanalista, Lévi-Strauss, quien, en 1949, se preguntó por qué la cura analítica resolvía el síntoma mediante la palabra y trató de fundamentarlo con la ayuda de la lingüística estructural. En su artículo “La eficacia simbólica” planteó que el síntoma analítico es una alteración (debido a la acción represiva de la censura sobre el deseo) del mundo simbólico del sujeto, cuyo sentido y su resolución requiere que el sujeto, a través de la transferencia con el analista, pueda reordenar su relación con el símbolo, relación que funda el mundo humano.(1)

La intervención de ese Otro es eficaz, dice Lévi-Strauss, porque tanto el instrumento con el que interviene, como el síntoma, son de naturaleza simbólica.

Estas tesis de la “La eficacia simbólica” repercutieron en el retorno a los textos de Freud que Lacan promovió durante la década de los 50, armado del concepto de estructura simbólica, y se leen con claridad en “Función y campo de la palabra…”,(2) texto fundador de la enseñanza de Lacan.

Resumiendo, el analista tiene en dicho escrito la función de garantizar la relación simbólica del sujeto con el Otro, para que a través de la palabra, de la construcción del relato de su historia, el sujeto pueda atravesar el eje imaginario y descifrar el sentido reprimido de su síntoma, antes enigmático, para poder asumir su historia, es decir, subjetivarla. Este proceso es del orden de la experiencia, simbólica, y, en cuanto tal, necesita su tiempo.

En esta teorización, vemos ponerse en serie en la experiencia analítica términos como el sujeto, el Otro simbólico, la palabra, el relato, la historia, el enigma, el descifrado, el sentido, el tiempo… El analista no puede manipular ni forzar la experiencia solo preservar sus coordenadas estructurales para que el sujeto pueda hacerla. Pero éste debe consentir a ello. Solo así el sujeto podría darse la palabra justa que levanta el síntoma y pone al sujeto en relación con su deseo inconsciente. La cura solo viene por añadidura, a resultas de esa experiencia: en tanto la realización del símbolo resuelve el síntoma, podemos decir que un análisis es terapéutico(3).

La introducción del concepto de goce y del matema del significante de la falta en el Otro, S(A/), marcarán el final de la dominancia de lo simbólico en psicoanálisis, al idilio entre ambos(4). En 1960,(5) Lacan plantea que si bien todo es estructura no todo es significante: hay el goce, no hay un significante en el Otro simbólico para nombrarlo, lo cual afecta a su regulación. La insuficiencia de lo simbólico para recubrir el campo del goce, y regularlo, introduce una devaluación de lo simbólico que se irá acentuando progresivamente en la enseñanza de Lacan, en la medida misma que la orientación del psicoanálisis hacia lo real se vuelve prevalente en la teoría y la clínica. El matema S(A/) señala un agujero en lo simbólico, una falla por la que mana el goce. No se trata tanto ya de buscar el sentido del síntoma sino de saber cómo hacer con el goce y su sinsentido. La dificultad teórica y clínica es cómo operar con la palabra sobre algo que no está simbolizado y, por tanto, no puede descifrarse.

El Otro inicia ahí una lenta andadura teórica que llevará a Lacan a plantear que “no hay relación sexual”, “hay el goce” en los años 70; en las fórmulas de la sexuación abordará los modos de goce con una nueva reformulación del Otro en términos de existencia e inexistencia lógica(6). Cada una de las figuras que de ahí resulta introduce una regulación distinta del goce, del lado del “todo” o del “notodo” lógico. Resumiendo: existe un Otro de la excepción que enunciaría la ley pero no tendría que someterse a ella, o no existe(7). En el primer caso, hay un límite claro, en el segundo no; sería una limitación más desregulada.

Psicoanálisis sólido, psicoanálisis líquido
Pensar al Otro en términos lógicos permite pensar al Otro no como un lugar en la estructura sino como una construcción que el sujeto necesita para regular el propio goce. No se trata sólo de si en un estado u otro de la civilización había un Otro que se regía por el modelo de la existencia lógica ni de si ha cambiado el régimen del Otro en la civilización: el Otro existe cuando el sujeto cree en él. La existencia del Otro es una cuestión de creencia. Y podemos definir la época de la inexistencia del Otro, que según Lacan es la nuestra, como aquella época en que ya no se cree en su existencia. Y así tenemos la incredulidad contemporánea y sus consecuencias de devaluación del Otro. ¿Qué mayor devaluación que reducir al gran Otro a una cuestión de creencia? La no creencia contemporánea tiñe de relativismo cualquier valor que toca. Y como resultado de ello, tenemos el declive del padre, de la autoridad, la ley y el pacto, la confianza en la palabra y el valor del relato, la desvalorización y el desinterés por la historia, la pérdida de la dimensión temporal a favor de la inmediatez y la instantaneidad, el desprecio o el olvido de la tradición, la degradación del saber, el desinterés por el enigma y su descifrado, la pérdida de la dimensión de la experiencia en la vida, el relativismo de la verdad…

Todos los términos que encontrábamos alineados en la primera enseñanza de Lacan en relación a la experiencia analítica aparecen ahora devaluados. Entonces, ¿qué pasa con ella? ¿Hay aún las condiciones necesarias para hablar de experiencia analítica? El término “experiencia analítica” también ha cambiado al dejar de teorizarse el psicoanálisis como una experiencia de lo simbólico y pasarlo a pensar como una experiencia de lo real.

¿Qué consecuencias para la cura analítica?
En su curso Tout le monde est fou(8), Miller retoma el término “líquido” con el que Bauman califica la sociedad actual,(9) para introducir la diferencia entre el psicoanálisis sólido y el psicoanálisis líquido. El primero correspondería a la época de la creencia del psicoanálisis en la existencia del Otro y el segundo a la época de no creencia en ella. El psicoanálisis sólido remitiría a la clínica estructural mientras que el psicoanálisis líquido, el psicoanálisis contemporáneo, requeriría de la clínica del nudo.

Se impone entonces el pasaje de una clínica a otra: de una clínica del Padre a una clínica del goce, de una clínica de lo simbólico, a una clínica de lo real, de una clínica del sujeto en su relación con el Otro simbólico a una clínica del sujeto en su relación con el cuerpo como lugar del goce, es decir del acontecimiento de cuerpo, de una clínica de la solución síntomática a una clínica del sinthome como incurable.

Esto es lo que nos enseña el pase: el Otro fantasmático es una construcción que funciona según el modo de regulación de la existencia del Otro. Pero cuando este Otro cae, el sujeto descubre que ese Otro se construye en el encuentro con el goce, o lo que es lo mismo con S (A/), es decir, con la insuficiencia de lo simbólico para nombrar, para regular el goce. Entonces no basta con que ese Otro caiga, el final de análisis no coincide con el atravesamiento del fantasma, con la caída de la solución fantasmática, porque ahí se acaba un modo de funcionamiento según la lógica del Todo, final que deja un resto, y se abre la posibilidad de hacer otra cosa con el goce, de construir algo distinto, una solución sinthomática, del lado del notodo. No se trata del determinismo sino de la contingencia del encuentro.

El pase también fluidifica el psicoanálisis –afirma Miller en el curso citado. Y la inexistencia del Otro y el psicoanálisis líquido repercuten sobre la práctica del analista y exigen que cada uno aporte su respuesta singular al psicoanálisis, que encuentre su propia manera de inventarlo y reinventarlo en cada caso, “sin ningún fatalismo”.(10)

* Presentación en el Seminario de la Escuela: El orden simbólico en el siglo XXI ya no es lo que era: ¿Qué consecuencias para la cura? Barcelona, 7 de mayo de 2011.

Bibliografía
1. C. Lévi-Strauss. “La eficacia simbólica” (1949). En: Antropología estructural. Buenos Aires: Paidós
2. J. Lacan. “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis” (1953). En: Escritos, vol. 1. México: Siglo XXI Editores
3. J. Lacan. “Variantes de la cura tipo” (1955). En: Escritos, vol. 1, op. cit.
4. J. Lacan “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano” (1960). En: Escritos, vol. 2. México: Siglo XXI Editores, 1984.
5. J. Lacan. El Seminario, libro VII: La ética del psicoanálisis (1959-1960). Buenos Aires: Paidós, 1988.
6. J. Lacan. El Seminario, libro XX: Aún (1972-1973). Buenos Aires: Paidós, 1975.
7. Lacan construye la inexistencia del Otro en los años 70, en las fórmulas de la sexuación, que escriben la posición femenina y masculina frente al goce y, asimismo, la existencia lógica del Otro del lado masculino de las fórmulas y su inexistencia del lado femenino. Miller sustituye el argumento fálico de dichas fórmulas para aplicarlas a lo social. Ver: M. Álvarez: “Jacques Lacan, Dios y el goce femenino”. En: El psicoanálisis 7. Barcelona: ELP, 2004.
8. J.-A. Miller. Tout le monde es fou. Curso de la Orientación lacaniana 2007-2008. Departamento de Psicoanálisis Universidad Paris VIII. Inédito, clases 6-11 (enero-marzo).
9. Z. Bauman. Modernidad líquida. Buenos Aires: FCE, 2005.
10. J.-A. Miller. Tout le monde es fou, op. cit., clase 8ª, 30.1.2008.

martes, 19 de julio de 2011

Leer un síntoma

Jacques-Alain Miller

Tengo que revelarles el título del proximo congreso de la NLS, justificarlo y presentar algunas reflexiones sobre la cuestión que podrán servirles de referencia para la redacción de los trabajos clínicos que convoca *. Elegí este título para ustedes a partir de dos indicaciones que he recibido de vuestra presidenta, Anne Lysy. La primera es que el Consejo de la NLS desearía que el próximo congreso sea sobre el síntoma, la segunda que el lugar del congreso sería Tel-Aviv, La cuestión por lo tanto era determinar qué acento, qué inflexión, qué impulso dar al tema del sintoma. Lo sopesé en función de mi curso que hago en París todas las semanas, donde me explico con Lacan y la práctica del psicoanálisis hoy, esta práctica que no es más completamente, o quizá de ningún modo, la de Freud. Y en segundo lugar he sopesado el acento a darle al tema del síntoma en función del lugar, Israel. Y por lo tanto, todo bien sopesado, he elegido el título siguiente : leer el sintoma, to read a symptom.

Saber leer

Aquellos que leen a Lacan sin duda han reconocido aquí un eco de sus palabras en su escrito « Radiofonía » que pueden encontrar en la recopilación de los Autres Écrits, página 428. Señala allí que el judío es aquel que sabe leer[i]. Se tratará de interrogar ese saber leer en Israel, el saber leer en la práctica del psicoanálisis. Diré inmediatamente que el saber leer, como yo lo entiendo, completa el bien decir, que se ha vuelto un slogan entre nosotros. Voy a sostener con gusto que el bien decir en el psicoanálisis no es nada sin el saber leer, que el bien decir propio al psicoanálisis se funda sobre el saber leer. Si nos atenemos al bien decir, no alcanzamos mas que la mitad de aquello de lo que se trata. Bien decir y saber leer están del lado del analista, es propiedad del analista, pero en el curso de la experiencia se trata que bien decir y saber leer se transfieran al analizante. Que aprenda de algún modo, fuera de toda pedagogía, a bien decir y también a saber leer. El arte de bien decir, es la definición de esa disciplina tradicional que se llama retórica. Ciertamente el análisis participa de la retórica pero no se reduce a ella. Me parece que lo que hace la diferencia es el saber leer. El psicoanálisis no es solo cuestión de escucha, listening, también es cuestión de lectura, reading. En el campo del lenguaje sin duda el psicoanálisis toma su punto de partida de la función de la palabra pero la refiere a la escritura. Hay una distancia entre hablar y escribir, speaking and writing. En esta distancia opera el psicoanálisis, es esta diferencia lo que el psicoanálisis explota.

Agregaré una nota más personal a la elección que hago del título, « leer un síntoma », puesto que es el saber leer lo que Lacan me imputa a mí. Ustedes encontrarán esto en el exergo de su escrito « Televisión », en la recopilación de los Autres Ecrits página 509, donde le planteaba un cierto número de preguntas en nombre de la televisión y puso en exergo del texto que reproduce con ciertos cambios lo que él dijo entonces : « Aquel que me interroga sabe también leerme ».[ii] Por lo tanto Lacan me prendió con el saber leer, al menos con el saber leer a Lacan. Es un certificado que me otorgó en razón de las anotaciones con las que escandí su discurso en el margen, muchas de las cuales hacen referencia a sus fórmulas llamadas matemas. Entonces la cuestión del saber leer tiene todas las razones para importarme.

El secreto de la ontología

Después de esta introducción voy a evocar ahora el punto en que estoy de mi curso de este año y que conduce precisamente a esta cuestión de lectura, y de lectura del síntoma. Estoy en estos días articulando la oposición conceptual entre el ser y la existencia. Y es una etapa en el camino donde considero distinguir y oponer el ser y lo real, being and the real.

Se trata para mí de poner de relieve los límites de la ontología, de la doctrina del ser. Son los griegos quienes inventaron la ontología. Pero ellos mismos se dieron cuenta de los límites puesto que algunos desarrollaron un discurso que se refiere explícitamnte a un más allá del ser, beyond being. Debemos creer que ellos sintieron la necesidad de este más allá del ser y colocaron el Uno, the one. En particular aquel que desarrolló el culto del Uno, como más allá del ser, es el llamado Plotino. Y lo extrajo siglos más tarde de una lectura de Platon, precisamente delParménides de Platon. Entonces, lo extrajo de un cierto saber leer a Platon. Y más acá de Platon está Pitágoras, matemático pero místico matemático. Pitágoras el que divinisaba el número y especialment el Uno y quien no hacía una ontología sino lo que se llama en términos técnicos a partir del griego una henología, es decir una doctrina del Uno. Mi tesis, es que el nivel del ser llama, necesita un más allá del ser.

Los griegos que desarrollaban una ontología sintieron la necesidad de un punto de apoyo, de un fundamento inquebrantable que justamente el ser no les daba. El ser no da un fundamento inquebrantable a la experiencia, al pensamiento, precisamente porque hay una dialéctica del ser. Plantear el ser, es al mismo tiempo plantear la nada. Y plantear el ser es esto, es al mismo tiempo plantear que no es eso, por lo tanto lo es también a título de ser su contrario. El ser, en suma, carece singularmente de ser y no por accidente sino de manera esencial. La ontología desemboca siempre en una dialéctica del ser. Lacan lo sabía tan bien que precisamente define el ser del sujeto del inconciente como una falta en ser. Explota allí los recursos dialécticos de la ontología. La traducción de la expresión francesa « falta en ser » por want to be agrega algo totalmente precioso, la noción de deseo. Want no es solo el acto, en Want está el deseo, está la voluntad y precisamente el deseo de hacer ser lo que no está. El deseo hace la mediación entrebeing and nothingness. Encontramos este deseo en el psicoanálisis a nivel del deseo del analista, que anima la operación analítica en tanto que ese deseo apunta a conducir el ser al inconciente, apunta a hacer aparecer lo que está reprimido como decía Freud. Evidentemente eso que está reprimido es por excelencia un want to be, lo que está reprimido no es un ser actual, no es una palabra efectivamente dicha, lo que está reprimido es un ser virtual que está en el estado de posible, que aparecerá o no. La operación que conduce al ser el inconciente, no es la operación del Espíritu Santo, es una operación de lenguaje, la que aplica el psicoanálisis. El lenguaje es esta función que hace ser lo que no existe. Es incluso lo que los lógicos debieron constatar, se deseperaron por el hecho que el lenguaje sea capaz de hacer ser lo que no existe y entonces trataron de normativizar su uso esperando que su lenguaje artificial solo nombraría lo que existe.

Pero de hecho hay que reconocer allí, no un defecto del lenguaje, sino su potencia. El lenguaje es creador y en particular crea el ser. En suma el ser del que hablan desde siempre los filósofos, este ser no es jamás otra cosa que un ser de lenguaje, es el secreto de la ontología. Entonces, se produce un vértigo.

Un discurso que sería de lo real

Se produce un vértigo para los filósofos mismos, que es el vértigo mismo de la dialéctica. Porque el ser es lo opuesto de la apariencia pero también el ser no es otra cosa que la apariencia, una cierta modalidad de la apariencia. Entonces es esta fragilidad intrínseca al ser la que justifica la invención de un término que reúne el ser y la apariencia, el termino semblante. El semblante es una palabra que utilizamos en el psicoanálisis y con el cual tratamos de ceñir lo que es a la vez ser y apariencia de manera indisociable. Hace tiempo traté de traducir esta palabra en inglés con la expresión make believe. En efecto si se cree en ello, no hay diferencia entre la apariencia y el ser. Es una cuestión de creencia.

Entonces mi tesis, que es una tesis sobre la filosofía a partir de la experiencia analítica, es que los griegos, justamente porque han lidiado eminentemente con este vértigo, buscaron un más allá del ser, un más allá del semblante. Lo que nosotros llamamos lo real es ese más allá del semblante, un más allá que es problemático. ¿Existe un más allá del semblante ? Lo real sería, si lo queremos, un ser pero que no sería ser de lenguaje, que estaría intocado por los equívocos del lenguaje, que sería indiferente al make believe.

Este real, ¿dónde lo encontraban los griegos ? Lo encontraban en las matemáticas y en otras partes; desde entonces en que las matemáticas continuaron como continuó la filosofía, los matemáticos se dicen siempre con gusto platónicos en el sentido que no piensan en absoluto que crean su objeto sino que para ellos deletrean un real que ya está allí. Y eso, eso permite soñar, en todo caso hacía soñar a Lacan.

Lacan hizo una vez un seminario que se titulaba « De un discurso que no sería del semblante »[iii]. Es una fórmula que permaneció misteriosa incluso una vez que el seminario fue publicado, porque el título de este seminario se presenta bajo una forma condicional y negativa a la vez. Pero bajo esta forma, evoca un discurso que sería de lo real, es eso lo que quiere decir. Lacan tuvo el pudor de no decirlo bajo esta forma que develo, lo dijo bajo una forma solamente condicional y negativa : De un discurso que sería de lo real, de un discurso que tomaría su punto de partida a partir de lo real, como las matemáticas. Era el sueño de Lacan poner el psicoanálisis al nivel de las matemáticas. Con respecto a esto hay que decir que solo en las matemáticas lo real no varía – aunque en los márgenes varía de todos modos. En la física matemática, que incorpora y que se sostiene sin embargo en las matemáticas, la noción de real es completamente resbaladiza porque es de algún modo heredera de la vieja idea de naturaleza, que con la mecánica cuántica, con las investigaciones de estar más allá del átomo podemos decir que lo real en la física se ha vuelto incierto. La física conoce polémicas entre físicos aun más vivaces que en el psicoanálisis. Lo que para uno es real, para otro no es mas que semblante. Hacen propaganda de su noción de real, porque a partir de un cierto momento hicieron entrar en la cuenta la observación. A partir de ese momento, el complejo compuesto del observador y de los instrumentos de observación interfiere y entonces lo real se vuelve relativo al sujeto, es decir deja de ser absoluto. Podemos decir que de este modo el sujeto hace pantalla a lo real. No es ese el caso en matemáticas. ¿Cómo se accede en matemáticas a lo real,porqué instrumento ? Se accede por el lenguaje sin duda, pero un lenguaje que no hace pantalla a lo real, un lenguaje que es lo real. Es un lenguaje reducido a su materialidad, es un lenguaje que está reducido a su materia significante, es un lenguaje que se reduce a la letra. En la letra, contrariamente a la homofonía, no se encuentra el ser, being, in the letter is not being that you find, es the real.

Fulgor del inconciente y deseo del analista

Propongo interrogar el psicoanálisis a partir de estas premisas. En el psicoanálisis, ¿dónde está lo real ? Es una pregunta apremiante en la medida en que un psicoanalista no puede no sentir el vértigo del ser, desde el momento en que en su práctica está invadida por las creaciones, por las criaturas de la palabra

¿Dónde está lo real en todo esto ? ¿El inconciente es real ? ¡No ! De todos modos es la respuesta más fácil de dar. El inconciente es una hipótesis, lo que resta como una perspectiva fundamental, incluso si podemos prolongarla, hacerla variar. Para Freud, recuerden, que el inconciente es el resultado de una deducción. Es lo que Lacan traduce del modo más aproximado subrayando que el sujeto del inconciente es un sujeto supuesto, es decir hipotético. No es entonces un real. Incluso nos planteamos la cuestión de saber si es un ser.Ustedes saben que Lacan prefiere decir que es un deseo de ser más bien que un ser. El inconciente no tiene más ser que el sujeto mismo. Lo que Lacan escribe S tachado, es algo que no tiene ser, que solo tiene el ser de la falta y que debe advenir. Y nosotros lo sabemos bien, basta simplemente extraer las consecuencias de ello. Sabemos bien que el inconciente en el psicoanálisis está sometido a un deber ser. Está sometido a un imperativo que como analista representamos. Y es en ese sentido que Lacan dice que el estatuto del inconciente es ético. Si el estatuto del inconciente es ético, no es del orden de lo real, es eso lo que quiere decir. El estatuto de lo real no es ético. Lo real, en sus manifestaciones es más bien unethical, no se comporta según nuestra conveniencia. Decir que el estatuto del inconciente es ético es precisamente decir que es relativo al deseo, y primeramente al deseo del analista que trata de inspirar al analizante a tomar el relevo de ese deseo.

¿En qué momento en la práctica del psicoanálisis necesitamos una deducción del inconciente ? Simplemente por ejemplo cuando vemos volver en la palabra del analizante recuerdos antiguos que se habían olvidado hasta ese momento. Estamos forzados a suponer que esos recuerdos, en el intervalo, residían en alguna parte, en un cierto lugar de ser, un lugar que permanece desconocido, inaccesible al conocimiento, del que decimos precisamente que no conoce el tiempo. Y para remedar aún más el estatuto ontológico del inconciente, tomemos lo que Lacan llama sus formaciones, que ponen de relieve precisamente el estatuto fugitivo del ser. Los sueños se borran. Son seres que no consisten, de los que a menudo solo tenemos fragmentos en el análisis. El lapsus, el acto fallido, el chiste, son seres instantáneos, que fulguran, a los que les damos en el psicoanálisis un sentido de verdad pero que se eclipsan inmediatamente.

Confrontación con los restos sintomáticos

Entonces entre esas formaciones del inconciente está el síntoma. Por qué ponemos el síntoma entre estas formaciones del inconciente sino porque el síntoma freudiano también es verdad. Le damos un sentido de verdad, lo interpretamos. Pero se distingue de todas las otras formaciones del inconciente por su permanencia. Hay otra modalidad de ser. Para que haya síntoma en el sentido freudiano, sin duda es necesario qeu haya sentido en juego. Hace falta que eso pueda interpretarse. Es lo que constituye para Freud la diferencia entre el síntoma y la inhibición. La inhibición es pura y simplemente la limitación de una función. En tanto que tal una inhibición no tiene sentido de verdad. Para que haya síntoma es necesario también que el fenómeno dure. Por ejemplo, el sueño cambia de estatuto cuando se trata de un sueño repetitivo. Cuando el sueñoes repetitivo implicamos un trauma. El acto fallido, cuando se repite, se vuelve sintomático, puede incluso invadir todo el comportamiento. En ese momento le damos el estatuto de síntoma. En ese sentido el síntoma es lo que nos da el psicoanálisis como lo más real.

Es a propósito del síntoma que la cuestión de pensar la correlación de lo verdadero y lo real se vuelve candente. En este sentido, el síntoma es un Jano, tiene dos caras, una cara de verdad y una cara de real. Lo que Freud descubrió y que fue sensacional en su tiempo, es que un síntoma se interpreta como un sueño, se interpreta en función de un deseo y que es un efecto de verdad. Pero hay, como ustedes saben, un segundo tiempo de este descubrimiento, la persistencia del síntoma después de la interpretación, y Freud lo descubrió como una paradoja. Es en efecto una paradoja si el síntoma es pura y simplemente un ser de lenguaje. Cuando tenemos que vérnosla con seres de lenguaje en el análisis, los interpretamos, es decir los reducimos. Reconducimos los seres de lenguaje a la nada, los reducimos a la nada. La paradoja aquí es la del resto. Hay una xque resta más allá de la interpretación freudiana. Freud se aproximó a esto de distintas maneras. Puso en juego la reacción terapéutica negativa, la pulsión de muerte y amplió la perspectiva hasta decir que el final del análisis como tal deja siempre subsistir lo que llamaba restos sintomáticos. Hoy nuestra práctica se ha prolongado mucho más allá del punto freudiano, mucho más allá del punto en que para Freud el análisis encontraba su fin. Justamente era un fin del que Freud decía que siempre hay un resto y por lo tanto siempre hay que recomenzar el análisis, después de un corto tiempo, al menos para el analesta. Un corto tiempo de pausa y luego recomenzamos. Era el ritmo stop and go, como se dice en francés ahora. Pero eso no es nuestra práctica. Nuestra práctica se prolonga más allá del punto en que Freud consideraba que hay finales de análisis, incluso si había que retomar el análisis, nuestra práctica va más allá del punto que Freud consideraba como fin del análisis. En nuestra práctica asistimos entonces a la cofrontación del sujeto con los restos sintomáticos. Pasamos por supuesto por el momento del desciframiento de la verdad del síntoma, pero llegamos a los restos sintomáticos y alli no decimos stop. El analesta no dice stop y el analizante no dice stop. El análisis en ese periódo, está hecho de la confrontación directa del sujeto con lo que Freud llamaba los restos sintomáticos y a los que nosotros damos otro estatuto muy diferente. Bajo el nombre de restos sintomáticos Freud chocó con lo real del síntoma, con lo que en el síntoma, es fuera de sentido.

El goce del ser hablante

Ya en el segundo capítulo de Inhibición, síntoma y angustia , Freud caracterizaba el síntoma a partir de lo que él llamaba la satisfacción pulsional « como signo y el sustituto (Anzeichen und Ersatz) de una satisfacción pulsional que no ocurrió » [iv]. Lo explicaba en el segundo capítulo a partir de la neurosis obsesiva y de la paranoia señalando que el síntoma que se presenta primeramente como un cuerpo extraño en relación con el yo, intenta cada vez más hacer uno con el yo, es decir tiende a incorporarse al yo. Veía en el síntoma el resultado del proceso de la represión. Evidentemente son dos capítulos y el conjunto del libro que deben trabajarse para el proximo congreso.

Quisiera señalar esto :¿ el goce en cuestión es primario ? En un sentido, sí. Podemos decir que el goce es lo propio del cuerpo como tal, que es un fenómeno de cuerpo. En ese sentido, el cuerpo es lo que goza, pero reflexivamente. Un cuerpo es lo que goza de sí mismo, es lo que Freud llamaba el autoerotismo. Pero eso es verdad para todo cuerpo viviente. Podemos decir que es el estatuto del cuerpo viviente el gozar de sí mismo. Lo que distingue el cuerpo del ser hablante es que su goce sufre la incidencia de la palabra. Y precisamente un síntoma testimonia que ha habido un acontecimiento que marcó su goce en el sentido freudiano de Anzeichen y que introduce un Ersatz, un goce que no haría falta,un goce que trastorna el goce que haría falta, es decir el goce de su naturaleza de cuerpo. Por lo tanto en ese sentido, no, el goce en cuestión en el síntoma no es primario. Está producido por el significante. Y es precisamente esta incidencia significante lo que hace del goce del síntoma un acontecimiento, no solo un fenómeno. El goce del síntoma testimonia que hubo un acontecimiento , un acontecimiento de cuerpo después del cual el goce natural entre comillas, que podemos imaginar como el goce natural del cuerpo vivo, se trastornó y se desvió. Este goce no es primario pero es primero en relación con el sentido que el sujeto le da, y que le da por su síntoma en tanto que interpretable.

Podemos recurrir para captarlo mejor a la oposición de la metáfora y de la metonimia. Hay una metáfora del goce del cuerpo, esta metáfora produce acontecimiento, produce este acontecimiento que Freud llama la fijación. Eso supone la acción del significante como toda metáfora, pero un significante que opera fuera de sentido. Y luego de la metáfora del goce está la metonimia del goce, es decir su dialéctica. En ese momentos se dota de significación. Freud habla de ello en Inhibición, sintoma y angustia, habla de die symbolische Bedeutung, de la significación simbólica que afecta un cierto número de objetos.

De la escucha del sentido a la lectura del fuera de sentido

Podemos decir que eso se transmite en la teoría analítica. En la teoría analítica durante mucho tiempo se contó una pequeña historia sobre el goce, una pequeña historia donde el goce primordial debía encontrarse en la relación con la madre, donde la incidencia de la castración era por efecto del padre y donde el goce pulsional encontraba sus objetos que eran Ersatz que taponaban la castración. Es un aparato muy sólido que fue construido, que abraza los contornos de la teoría analítica. Pero de todos modos, voy a endurecer el trazo, es una superestructura mítica con la cual durante un tiempo se logró, en efecto, suprimir los síntomas interpretándolos en el marco de esta superestructura. Pero interpretando el síntoma en el marco de esta superestructura, es decir prolongando lo que yo llamaba esta metonimia del goce, se hizo inflar el sintoma también, es decir se lo alimentó con sentido. Allí se inscribe mi « leer el síntoma ».

Leer un síntoma es lo opuesto, es decir consiste en privar al síntoma de sentido. Por ello Lacan sustituye al aparato de interpretar de Freud – que Lacan mismo había formalizado, clarificado, es decir el ternario edípico – por un ternario que no produce sentido, el de lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. Pero al desplazar la interpretación del marco edípico hacia al marco borromeo, el funcionamiento mismo de la interpretación cambia y pasa de la escucha del sentido a la lectura del fuera de sentido.

Cuando se dice que el psicoanálisis es un asunto de escucha, hay que ponerse de acuerdo, hay que decirlo. Lo que se escucha de hecho, siempre es el sentido, y el sentido llama al sentido. Toda psicoterapia se sostiene en ese nivel. Eso desemboca siempre en definitava en que el paciente es el que debe escuchar, escuchar al terapeuta. Se trata por el contrario de explorar lo que es el psicoanálisis y lo que puede a nivel propiamente dicho de la lectura, cuando se tomadistancia de la semántica – los remito aquí a las indicaciones preciosas que hay sobre esta lectura en el escrito de Lacan que se llama « El atolondradicho » [v] y que pueden encontrar en los Autres Ecrits página 491y siguientes, sobre los tres puntos de la homofonía, la gramática y la lógica.

Apuntar al clinamen del goce

La lectura, el saber leer, consiste en mantener a distancia la palabra y el sentido que ella vehiculiza a partir de la escritura como fuera de sentido, como Anzeichen, como letra, a partir de su materialidad. Mientras que la palabra es siempre espiritual si puedo decirlo y la interpetación que se sostiene puramente a nivel de la palabra no hace mas que inflar el sentido, la disciplina de la lectura apunta a la materialidad de la escritura, es decir la letra en tanto que produce el acontecimiento de goce que determina la formación de los síntomas. El saber leer apunta a esa conmoción inicial, que es como un clinamen del goce – clinamen** es un término de la filosofía de los estoicos.

Para Freud, como el partía del sentido, eso se presentaba como un resto, pero de hecho ese resto es lo que está en los orígenes mismos del sujeto, es de algún modo el acontecimiento originario y al mismo tiempo permanente, es decir que se reitera sin cesar.

Es lo que se descubre, lo que se desnuda en la adicción, en el « un vaso más » que escuchamos hace un momento[vi]. La adiccion es la raíz del síntoma que está hecho de la reiteración inextinguible del mismo Uno., Es el mismo, es decir precisamente no se

miércoles, 22 de junio de 2011

"arme u desarme" Performance

ARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A ARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A ARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A ARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A ARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A ARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VOLVER A DESARMARLO PARA VO
- Martin Molinaro


sábado, 11 de junio de 2011

La Hojas

las magia del viento en las hojas
que vuelan hasta la puerta del mercado
y siguen
personas que vienen y se van;
los que caminan por la acera y los que cruzan la calle
son la descripciones de horizontes cercanos
y sin cerca

Una vieja ofuscada de escoba en mano
lucha contra el otoño
Vienen y se van, cruzan la calle
bailan en el viento
y siguen.


jueves, 9 de junio de 2011

Amor fascista, amor conyugal, amor romántico


El autor sostiene que “en la Argentina hay un renacer de la pasión política y una recuperación del amor”, y diferencia –para el individuo y para la política– entre tres formas: el amor romántico, “que le acontece al sujeto y lo obliga a tomar posición”; el amor conyugal, “que rehúsa el enamoramiento y busca la seguridad”; y el amor fascista, “que procura tomar posesión del otro”.

› Por Emiliano Galende *

Creo que, en la Argentina, constatamos un renacer de la pasión política y una recuperación del amor, especialmente entre los más jóvenes. En principio, el amor supone dos personas que constituyen una comunidad mínima, es decir, son ya una relación social, que implica un lazo social específico. Esta forma particular es sin embargo equiparable a otras formas de lazo social y, también, de enamoramiento, a más de la pareja: así en la política, en el arte, en las disciplinas. Para toda relación de amor se trata, al menos, de dos, pero en cada uno el amor trasciende el plano individual del narcisismo, la satisfacción del yo. Cada amor, cualquiera sea su objeto, pone en juego partículas de algo universal, cultural. Es más, trasciende a una cultura determinada y aun a los tiempos de la historia.

El amor humano es el primer grado del pasaje del individuo a un más allá de sí mismo, es una presencia, en la singularidad, de un universal cultural. El amor, como el vivir, no se reduce nunca a los intereses individuales, sino en la manera como el mundo se expone al sujeto; es, en este sentido, el “nosotros” temprano, ya que nunca, desde el nacer, estamos solos. El amor, como la vida, no pertenece enteramente a la voluntad de cada uno, es algo que nos ocurre en la vida, y sólo cuando nos acontece podemos decidir.

Esto es lo que nos ha enseñado el amor romántico: se trata de lo que nos ocurre, lo que llega al individuo y, como un acontecimiento –en el sentido que dio a este término Alain Badiou–, obliga a tomar posición. En esta toma de posición, podemos diferenciar tres formas subjetivas de respuesta, tres tipos de sujeto, siguiendo aquello que en el siglo XIV ya nos enseñó Giovanni Boccaccio en su Decamerón. Al primero de estos amores lo llamaré “amor romántico” y lo vincularé con el Romanticismo del siglo XIX; al segundo, “amor conyugal”; al tercero, “amor fascista”.

El sujeto del amor romántico no responde a un mandato cultural –casarse, ser madre o padre, etcétera– ni responde a leyes, como el matrimonio. Enamorarse no es obligatorio ni responde a una voluntad: es algo que le ocurre al sujeto. Este amor, como lo señalaron los románticos, tiene su opuesto en la moral religiosa o cultural; por eso fue vivido como una experiencia de transgresión y libertad, y en la actualidad lo vivimos como reacción a lo dominante cultural. Recordemos que el amor romántico fue un grito de libertad, de igualdad entre hombre y mujer, frente a las imposiciones de matrimonio del siglo XIX.

Las luchas por la igualdad de género y contra las leyes del patriarcado, en nuestro tiempo, responden también a este amor romántico, al romper con la idea de que, frente al sexo y el amor, los sujetos sean sujetos morales, regulados por la religión o la cultura burguesa. En los enamorados, la moral y las decisiones sobre el sexo son resultado del acuerdo libre entre ellos sobre lo prohibido y lo permitido, asumiendo cada uno sus consecuencias. La ley sobre el matrimonio igualitario parte de reconocer esto.

Todas estas formulaciones sobre el amor romántico se ajustan también al sujeto del enamoramiento en el orden político, que asume este amor trascendiendo su yo, apostando a un nosotros, al compromiso social y sus consecuencias. El amor romántico en la política es a la vez un amor por la verdad.

El sujeto del amor conyugal es el que rehúsa asumir las consecuencias del enamoramiento, el riesgo de la dependencia; teme el acontecimiento, que no domina, y cree en una existencia satisfactoria bajo la seguridad conyugal. Elige la seguridad, la continuidad, los roles fijos, la dependencia asegurada del otro. De alguna manera, en la actualidad, el contrato matrimonial vuelve a tener algo del siglo XIX: establecer las ventajas (ahora no sólo económicas) que el matrimonio ofrece para su vida: no estar solo/a; llenar el amor y el sexo para que, controlado, no lo asalte o lo sorprenda; cubrir las necesidades en familia; asegurar un lugar social frente a los demás.

Se trata así de confinar en un espacio social –el lazo conyugal, tan restringido y seguro como sea posible– esa parte salvaje, pasional, desigual, no controlada, que supone el amor en tanto nos sucede como acontecimiento. Desde siempre se afirmó que la familia es el adversario permanente del amor romántico. En la política, el amor conyugal también se expresa, y en la misma dirección: contrato social, seguridad, consenso, evitar los conflictos, dominio de la tradición, continuidad de sus instituciones. Es lo que identificamos como política conservadora. Si el amor romántico es pasión del cambio y ruptura del orden instituido, asumiendo los conflictos reales, este otro es reproducción de la sociedad en un orden conservador de sus instituciones y sus tradiciones. Entre ambas dimensiones se debate la política actual.

El sujeto del amor fascista se caracteriza por los celos extremos, la posesión del otro, borrar en él todo aquello que le otorgue una vida autónoma, siempre bajo la sospecha de la existencia de un amante o una amante que ponga en riesgo la posesión. La ficción de ser “uno”, en la pareja, requiere suprimir todo lo que haga sentir que son dos, o más, como sucede en la vida; forzar una fusión que anule toda contingencia. En el extremo, tanto en el amor de la pareja como en la política, prima la violencia de eliminar al otro como otro, así ocurre en parejas con estos rasgos, y así ocurre en los grupos fascistas.

En el amor fascista, el pacto requiere que todo esté en “dos que somos uno”: identificación caníbal, y un exterior, los otros, por principio enemigos o amenazantes. En ambos, el amor de pareja y el amor político, están presentes la violencia y la muerte, infligida al otro exterior, extraño, o al interior: al infiel o al traidor. En política, el fascismo es exigencia de identidad total en el grupo, bajo símbolos que identifican al grupo y lo unifican; entrega, renuncia a lo personal, juramento de fidelidad al líder y enfrentamiento a los enemigos. El amor fascista anida en los sujetos y en la sociedad; es, desde siempre, la amenaza que acecha a todo convivir democrático.

Estos tres tipos subjetivos nunca son puros: están en un mismo sujeto, sometido a tensión; siempre hay, en cada sujeto, montantes diferentes de los tres tipos de subjetividad. En la vida social también anidan estos tres tipos de subjetividad. Una política romántica, de cambio y transgresión, debe enfrentar siempre a la seguridad conservadora y a la violencia fascista.

Esto da razón de por qué, en diferentes momentos de la cultura, de la vida social y del amor de pareja, domina uno u otro tipo de comportamiento. Así como un amor conyugal puede dejarse para asumir el riesgo de una pasión que ha acontecido, también en política la sociedad puede girar desde una posición conservadora o escéptica hacia una pasión optimista, de transformación de un orden injusto u oprimente. Dentro de los límites de las identidades de clase social, estos cambios no suelen ser previsibles ni productos de una voluntad: son también acontecimientos, que se hacen presentes en una sociedad.

En uno y otro caso, es esencial que surja lo que llamo “un otro desencadenante del acontecimiento”: no es la figura de un líder preexistente, sino un sujeto que construye su liderazgo al desencadenar el acontecimiento político, o la pasión amorosa. El amor no llega al sujeto desde una pasión interior que preexista al enamoramiento, sino que acontece cuando alguien, siempre singular e inesperado, dispara en él esta pasión. No es, como en el mito de Cupido, un ángel que dispare su flecha: somos flechados siempre por un semejante concreto y visible.

Y en política ocurre del mismo modo: en los sujetos existe la disposición, el interés por lo social, por la vida en común y su gobierno, pero sólo cuando un político enuncia sus principios, encarna las ideas, asume la pasión por realizarlas, se constituye en líder, logra representar esas ideas y despierta el amor por esa política. El líder de un proyecto de vida en común no preexiste al surgimiento de esa pasión; sólo al despertarla se constituye como tal. Creo que esto está presente en el actual enamoramiento por la política en el país.

Cuerpos que anhelan

No dudamos de que el amor es un valor en la vida psíquica, así como el odio, el resentimiento, la decepción, el engaño sufrido, actúan como tóxicos para el psiquismo. Todos lo reconocemos en nuestra vida amorosa: en el amor de la pareja, como en la fiesta, como en la tribuna cuando el equipo gana, como en el baile compartido, como en la manifestación política, los cuerpos se aligeran y saltan, toman ritmo; se vivencia al otro como compañero, como amigo o como amante; sentimos que la unión es placentera, que la satisfacción reside en el integrarnos.

También conocemos lo contrario: el rencor, el odio, la decepción, el miedo, la incertidumbre sobre el futuro, hacen que los sujetos se retraigan sobre sí mismos; sus cuerpos, decaídos como su ánimo, no son aptos para saltar o bailar; la pasividad los invade: no es posible la manifestación de los desanimados, de los pesimistas o de los resentidos: el otro, los otros, o son indiferentes o son enemigos. Recordemos cómo las dictaduras que hemos sufrido provocaron y utilizaron estos sentimientos. Y tengamos presente ahora que la mentira, la falsedad, con la intención de provocar estos sentimientos de decepción, rencor, temor, tiene el mismo sentido político: paralizar las ilusiones, alentar la pasividad, atenuar los entusiasmos, mantenernos pesimistas y aislados.

Vale recordar las consignas del Mayo francés: “la imaginación al poder”, “amor libre”. Las luchas por el amor, la igualdad, la libertad, el deseo de protagonismo, siempre han causado temor a los poderes dominantes, porque entienden bien que sus privilegios individuales están amenazados.

No dudo de que asistimos a un renacer del amor y la verdad en el país. Observamos muchedumbre de jóvenes, y también viejos románticos, decididos a luchar contra los escepticismos en política, y a inventar formas de encuentro más libres y dispuestas a exponerse al amor verdadero; cuerpos que anhelan encontrarse en manifestaciones, sujetos que se sienten protagonistas de la construcción de su vida y, en un mismo gesto, la construcción de lo social.

Y, lo que creo esencial para la salud mental de cada uno, sujetos decididos a enfrentar esos dos polos que desde siempre amenazan la vida libre: el discurso de la seguridad, discurso conservador si lo hay, en la pareja amorosa y en la política; y el discurso fascista, violento, que se vale desde siempre de la mentira, el miedo y la amenaza sobre el futuro. Defender un discurso romántico en la política, como creo está comenzando a ocurrir en el país, es generar en los individuos condiciones para un renacer romántico en el amor entre sujetos libres. Este camino es también el camino de ampliación del dominio de los valores de la salud mental: lograr un sujeto activo, comprometido con su comunidad y capaz de comprometerse en el amor.

* Director del doctorado en Salud Mental Comunitaria de la Universidad de Lanús. Texto extractado del trabajo “Amor, política y salud mental”.


http://m.pagina12.com.ar

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viernes, 27 de mayo de 2011

“Torturas de tercer grado”

Durante mucho tiempo, distintas voces advirtieron que el terror que cundió en la sociedad durante la dictadura no era una simple consecuencia de la represión, destinada a aniquilar a quienes se opusieran al proceso de reorganización económico-política de la nación. Se decía que el terror en sí mismo había sido planificado. Estas inferencias hallaron amplia corroboración al hallarse un documento del Ejército en el que se establecieron las acciones psicológicas a implementar para producir el terror en la población; su sola lectura provoca una gran impresión.

El hallazgo del documento –cuya existencia fue revelada por Página/12 el 26 de julio de 2009, en nota firmada por Adriana Meyer– fue resultado de la búsqueda efectuada por los abogados David Baigún y Alberto Pedroncini. Se trata del Reglamento del Ejército RC-5-1, denominado Operaciones psicológicas. El ítem Nº 2004, llamado “Método de la acción compulsiva”, dice: “El método de la acción compulsiva será toda acción que tienda a motivar conductas y actitudes por apelaciones instintivas. Actuará sobre el instinto de conservación y demás tendencias básicas del hombre (lo inconsciente). La presión insta por acción compulsiva apelando casi siempre al factor miedo. La presión psicológica engendra angustia: la angustia masiva y generalizada podrá derivar en terror, y eso basta para tener al público (blanco) a merced de cualquier influencia posterior. La fuerza implicará la coacción y hasta la violencia mental. Por lo general este método será impulsado, acompañado y secundado por esfuerzos físicos o materiales de la misma tendencia. En él la fuerza y el vigor reemplazarán a los instrumentos de la razón. La técnica de los hechos físicos y los medios ocultos de acción psicológica transitarán por este método de la acción compulsiva”.

El resumen final del Reglamento divide los medios previstos y autorizados de acción psicológica en tres campos: 1) naturales; 2) técnicos; 3) ocultos. Entre los medios “ocultos” incluye: “Compulsión física, torturas de tercer grado”; “Compulsión psíquica”, clasificada a su vez en: “1) Anónimos, amenaza, chantajes. 2) Seguimiento físico, persecución telefónica. 3) Secuestros, calumnias. 4) Terrorismo, desmanes, sabotaje. 5) Toxicomanía (incluye alcoholismo, drogas y gases incapacitadores psicológicos). 6) Lavado de cerebro”.

Para señalar los efectos de este plan, analizaré brevemente algunas frases de ese entonces. Todos recordamos la tristemente célebre “Por algo habrá sido”. La vincularé con otra frase, la de un prisionero que a su regreso describe lo acontecido en el campo de detención y tortura: “¡Es un infierno! ¡Gritos terribles todo el tiempo!”.

“¡Es un infierno!” alude a lo horroroso y parece corresponder a un primer nivel de representación del hecho traumático. “Por algo habrá sido” se presenta, en cambio, como un enunciado más complejo en el que interviene claramente una instancia moral, superyoica, que alude a un castigo merecido. Sin embargo, “¡Es un infierno...!”, en su intento de significar lo traumático apela a una vía religiosa, la que indica que son los pecadores quienes van al infierno como castigo, y de ese modo nos introduce en los imperativos morales. Inadvertidamente, el prisionero queda situado en el ámbito destinado a los pecadores. Podemos incluir una tercera frase, la proferida por los torturadores en los campos de concentración: “¡Somos Dios! ¡Somos los dueños de la vida y de la muerte!”: se redobla la entronización del poder absoluto al que se está sometido.

Diversos autores insisten acerca de la imposibilidad de representar lo traumático. Dentro de ese imposible, que estaría “más allá” de lo imaginable y simbolizable, se ha incluido, prototípicamente, el horror de la Shoah, el genocidio perpetrado contra los judíos. De este horror se afirma en forma absoluta que escaparía a la significación. Considero que esta idea, en su radicalidad, forma parte de mecanismos de desmentida, de renegación de lo percibido y pensado. La representación del horror es posible pero, por diversos motivos, se desconoce lo efectivamente representado o pasible de ser representado, constituyendo un no querer saber. La vivencia de terror es uno de los motivos para no querer saber, y el terror puede ser construido. Lo sucedido en la Argentina durante el terrorismo de Estado nos muestra que el terror no ha sido un simple epifenómeno del genocidio cometido por la dictadura militar; por el contrario, ha sido planeado cuidadosamente.

Vamos viendo que, a través de frases como las referidas, los torturadores recreaban un poder absoluto; hubo quienes idearon el Reglamento del Ejército RC-5-1, de “Operaciones psicológicas”; hubo quienes asesoraron profesionalmente sobre las cuestiones psíquicas, incluida la noción de inconsciente; hubo quienes en el seno de la sociedad se plegaron al discurso del poder y en esta situación se ubicó la víctima.

Una concepción del trauma como “irrepresentable”, al hacer hincapié en lo cuantitativo, en el monto de conmoción sufrida, corre el riesgo de ser oclusiva y consagrar el hecho traumático que, así declarado impensable, deviene incuestionable: esto implica el no cuestionamiento del poder que, en sus distintas significaciones, lo constituye.

El poder que diseñó las “operaciones psicológicas” extiende a través del tiempo su omnipotencia y logra su cometido de “tener al público a merced de cualquier influencia posterior”, como dice el Reglamento. Su poder anonadante podría así continuar legitimado por las disciplinas que, en el seno de la sociedad y la cultura, preconizan la supuesta imposibilidad de representar, de simbolizar, es decir, de pensar el horror. En una conjunción del poder alienante social y de las representaciones idealizadas y omnipotentes del psiquismo individual, se entroniza un gran hipnotizador que ordena qué debe ser visto o no visto, pensado o no pensado.

Perdura en este estado de cosas un espíritu religioso y sus absolutos. Si en los momentos del horror las víctimas han sentido que estaban en el infierno, como suele constatarse en los testimonios, sostener luego que esas experiencias vividas son intransferibles, del orden de lo inefable, crea una mística de la inaccesibilidad que perpetúa los hechos traumáticos y obstaculiza la posibilidad de generar procesos de simbolización, de elaboración en profundidad de lo vivido, lo cual impide el efecto liberador concomitante. Del mismo modo, el entorno social, del que se necesita receptividad y acompañamiento para la elaboración del trauma, puede llegar a ausentarse en nombre de un respeto reverencial frente a lo supuestamente innombrable.

En Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, el historiador del arte y filósofo Georges Didi-Huberman analiza las fotos tomadas por un prisionero de Auschwitz. Se trataba de un miembro del Sonderkomando, el grupo de prisioneros obligados a manipular los muertos en el campo de exterminio. El prisionero tomó cuatro fotos, con una cámara introducida por la Resistencia polaca. Dos de ellas, tomadas desde el interior de la cámara de gas, muestran a través de una ventana los cadáveres amontonados y, por detrás, el humo de las fosas en que están siendo incinerados los cuerpos; miembros del Sonderkomando, vigilados por guardias de la SS, realizan su tarea entre los cadáveres. Las otras dos fotos han captado el momento en que un grupo de mujeres desnudas son conducidas hacia la cámara de gas. Didi-Huberman señala que el considerado núcleo irrepresentable del genocidio, el gaseado de los prisioneros e incineración de sus cuerpos, es justamente lo que ha sido representado en las imágenes fotográficas. Y esa representación es producto de un acto político: el prisionero, al decidirse a correr un gran riesgo, con la conmoción emocional que se trasunta en las fotografías mismas, ha tomado la decisión política de enfrentar al poder nazi en su prohibición de mostrar el exterminio.

Poder y muerte

El develamiento de la muerte en su relación con el poder tiene un interesante antecedente en la historia de la representación. Carlo Guinzburg se refiere a la representatio medieval: en los funerales reales, muerto el rey, se imponía pasearlo ante los súbditos para una despedida final; pero el estado de descomposición del cuerpo debía quedar oculto, ya que su exposición pública conllevaría el deterioro del poder real; para ello se construía un féretro cuya tapa era una efigie de madera que lo representaba. Se daba a ver este cuerpo del rey y se ocultaba el otro, el cuerpo en descomposición. La visión del cuerpo del rey muerto hubiera sido posible, sólo que contrariaba los designios de perpetuación del poder. Podemos pensar que en la concepción de la imposibilidad de representar ha intervenido, y sigue interviniendo, una necesidad de soslayar la muerte, que, en su vinculación con el poder, se connota como prohibición.

Didi-Huberman insiste en que no trata de erigir esas imágenes arrancadas al silenciamiento como totales, absolutas, lo cual sería replicar la actitud de un poder que se proclama total. Pero son indudablemente imágenes, representaciones del hecho traumático que se suponía irrepresentable. Pilar Calveiro, en Poder y desaparición, advierte que la voluntad de ese poder concentracionario, que se quiere total, tiene resquicios, como esos que crean los prisioneros al mirar a través de las vendas de sus ojos. En este mirar hay una determinación de ver que se resiste a otorgar al Poder un plus, el de la atribución de poder; concederle este plus conllevaría imponerse a sí mismos una limitación más en la posibilidad de saber y poder. Ya Antonio Gramsci precisó que la empresa de dominación alcanza su máximo logro cuando, además de las medidas coercitivas, consigue que los dominados hagan suyo el pensamiento hegemónico.

La creación de totalidades por el poder simbólico de cada época puede ser estudiada y fechada. Así lo hace Freud respecto de la religión –esa gran producción simbólica– cuando, en Moisés y el monoteísmo, incluye la organización política entre las causas que originaron el monoteísmo en Egipto: la concepción de un único Dios se entiende en el marco de la consolidación del imperio egipcio durante la dinastía decimooctava; a un emperador absoluto le corresponde un Dios todopoderoso.

Llegado el siglo XVIII, han sido entronizados el Hombre y sus Derechos. Sin embargo, aún subsisten poderes encubiertos por la proclama “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. La sumisión a esos poderes puede adoptar diversas formas, entre ellas el culto de los absolutos y la prohibición de revelarlos.

Somos hablados por concepciones que influyen en nuestro modo de pensar, que han sido construidas en determinados momentos históricos y que están sujetas a diversas determinaciones. Tenerlo presente puede ponernos en mejores condiciones para revisar saberes que adquieren la connotación de lo consagrado. En el tema que nos ocupa, la afirmación de que representar el trauma es un imposible nos recuerda las prohibiciones religiosas de nombrar a Dios o de representarlo en imágenes.

* Psicoanalista; cátedra de Salud y Derechos Humanos, Facultad de Medicina, UBA; Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA). Extractado de un trabajo presentado en las II Jornadas sobre Experiencias Latinoamericanas de Derechos Humanos “El terrorismo de Estado. Apuntes sobre su historia y sus consecuencias”, organizadas por el IEM (Instituto Espacio para la Memoria), en octubre de 2010.

“¡Ya no hay hombres!”


El autor diferencia entre el amor “moderno” y el “posmoderno”: el primero “ofrecía la mujer-madre, pasiva y sin deseo sexual, y el hombre-de-familia como sostén indiscutido”; el amor posmoderno despega “madre” de “mujer”; ésta “orienta su vida privada desde el deseo sexual” y “los hombres posmodernos deben responder a nuevas exigencias, entre ellas la de soportar el enunciado ‘Ya no hay hombres’”.

Por Ernesto S. Sinatra *

Una queja (o un lamento) elevado en ocasiones como grito de guerra, caracteriza a las mujeres en los tiempos actuales: “¡Ya no hay hombres!”. Son representadas por él un número apreciable de mujeres heterosexuales que tienen crecientes dificultades para conseguir, sobre todo de un modo permanente, hombres: ya sea para la ocasión, pero especialmente en matrimonio o en concubinato. Sus razones, atendibles, sostienen que, como decía recientemente una analizante, “hombres, lo que se dice hombres de verdad, no se consiguen fácilmente”. Esta dificultad va más allá de diferencias de clase social, ya que es usual encontrar a mujeres pobres encabezando familias monoparentales, por el frecuente abandono de los hombres de sus obligaciones laborales y de manutención de sus mujeres e hijos.

El amor moderno, el freudiano, poseía una precisa representación del hombre y de la mujer que se ha transformado notablemente en el amor posmoderno, lacaniano. El primero ofrecía un estereotipo de la mujer-madre como objeto de amor, pasiva y sin deseo sexual, y del hombre-de-familia como el sostén indiscutido del núcleo familiar; mientras que el amor posmoderno, al despegar “madre” de “mujer”, caracteriza a ésta por su actividad, por el privilegio del trabajo sobre el hogar, por la orientación de su vida privada desde el deseo sexual; en tanto que los hombres “posmodernos” no solo deben enfrentar las consecuencias del avance sociojurídico de las mujeres, sino que deben responder a sus nuevas exigencias, entre ellas la de soportar el enunciado “Ya no hay hombres” y responder con lo que supuestamente tienen.

Los hombres son empujados por las mujeres a dar una respuesta cash, pues ya no alcanza con vanagloriarse de los oropeles masculinos ligados a la sacrosanta medida del falo, sino que, cada día más, son conducidos a demostrar con cada mujer lo que saben hacer “como hombres”.

Verificamos rápidamente las consecuencias para ambos sexos de afrontar el redoblamiento de la apuesta: el surgimiento de nuevos síntomas. En el horizonte masculino surge la devaluación del Don Juan, para muchas mujeres ya una especie en extinción. Es que el modelo donjuanesco requiere de un objeto complementario que ha caído en desuso: el objeto femenino pasivo, sin deseo sexual, sólo despertado por el gran seductor “contra su voluntad”. Don Juan se extingue como figura actual. Surgen entonces las mujeres “que tienen” de verdad; especialmente en ciudades industriales de países desarrollados, pero también en sectores acomodados de países subdesarrollados.

Fuertes y seguras, estas mujeres demuestran que efectivamente pueden tener bienes y lucirlos; ellas son exitosas en sus profesiones, autónomas, seguras de sí y partidarias del sexo sin ataduras ni compromisos estables con hombres. Estas mujeres –con frecuencia divorciadas o aun solteras– padecen síntomas que hasta ayer les eran reservados a los hombres: estrés laboral, fobias diversas localizadas en el temor a la pérdida de objetos: de este modo ellas participan de la angustia del propietario.

En este contexto, no debería sorprendernos la proliferación de manuales de autoayuda. Uno de ellos, escrito por una mujer, ha propuesto para las mujeres normas para “saber-vivir”: se trata de Barbara De Angelis en su libro Los secretos de los hombres que toda mujer debería saber (ed. Grijalbo), donde les propone a “ellas” reglas para obtener éxito con “ellos”. Se trata de un catálogo de seis normas, que expongo a continuación:

1 “Cuando trate de impresionar a un hombre que me gusta hablando tanto acerca de mí misma que no le pregunte a él nada, dejaré de hacerlo y me limitaré a preguntarme si él me conviene.” En el inicio se sitúa el goce del bla-bla-bla del lado femenino, ahora presentado como mascarada-carnada. De él se aprecia que es un obstáculo para el pensamiento equilibrado en las mujeres respecto de su deseo. La tradicional posición femenina del hacerse amar encuentra en esta norma su traducción por el goce narcisista de la lengua como un impedimento para asegurar el lazo con el hombre considerado más conveniente.

2 “Le expresaré mis sentimientos negativos tan pronto como sea consciente de ellos antes de que se consoliden, aunque esto implique hacerle daño.” Nuevamente, se trata de un llamado a la razón femenina a partir de su función discriminatoria, esta vez para decidir lo que hay que decir y cuándo hacerlo: cada mujer debería estar advertida de sus sentimientos para diferenciar los positivos de los negativos y comunicarlos al partenaire –o candidato– en el momento oportuno.

3 “Trabajaré en cuidar mi relación con mi ex esposo cuidando de no considerarme como dañada, y no hablaré de él como si yo fuese la víctima y él fuese el verdugo.” Se introduce aquí una cuestión delicada: la relación de una mujer con su ex. Es notable la toma de posición decidida de la autora: rechaza asumir la posición “natural” de víctima (como suele hacer cierto feminismo débil), y la empuja a confrontarse con su responsabilidad.

4 “Cuando mis sentimientos sean dañinos le diré a mi compañero de pareja qué es lo que estoy sintiendo antes que lloriquear o hacer muecas pretendiendo que no me preocupo o actuando como una niña pequeña.” Esta proposición constituye un mixto entre la segunda y la tercera regla, y agrega el rechazo del comportamiento infantil del llanto, al que caracteriza como típica respuesta femenina.

5 “Cuando me vea llenando vacíos, áreas muertas en la relación, me detendré y me preguntaré si mi compañero de pareja me ha dado últimamente mucho a mí; si no lo ha hecho, le pediré lo que necesito, en lugar de hacer las cosas mejor yo.” Esta regla busca, nuevamente, apelar a la razón femenina para localizar esta vez lo que el partenaire no da y exigírselo, si correspondiere. Esta norma parece recusar la salida femenina del reemplazo del hombre por ella misma, es decir, parece contrariar el recurso de las “nuevas patronas” (ver más abajo).

6 “Cuando me veo a mí misma dando un consejo que no se me ha pedido o tratando a mi compañero como a un niño, dejaré de hacerlo; tomaré aliento y permitiré que se dé cuenta de qué está fuera de su alcance, a no ser que me pida ayuda.” Esta última norma comenta un uso habitual del partenaire masculino en el lazo erótico, frecuente causa de estragos (pero, es preciso agregar, no menos causa de matrimonios): aconseja a cada mujer dejar de situarse como madre cuando el hombre se sitúa como niño.

Cada una de estas normas advierte a las mujeres de algunos de sus síntomas más frecuentes; cada una de ellas gira en torno de la ocasión propicia para responder al partenaire. Pero aquí encontramos la primera dificultad, porque, como se sabe, a la ocasión no sólo la pintan calva sino, también, mujer; y ya que –curiosamente– estas normas no dicen nada acerca de cómo arreglárselas con la otra mujer. Es bien sabido que, cuando una mujer depende de otra para cierto fin, suele haber problemas: Jacques Lacan habló del “estrago” materno para situar la densidad emocional que caracteriza a la relación madre-hija, la que contaminará los futuros encuentros de la hija-mujer con las otras mujeres.

Otra dificultad es que estas reglas son racionales, atinadas, pero –en el mismo punto en el que fracasa todo manual de autoayuda– también suelen ser inservibles. Más allá de esto, en estas normas una mujer toma partido y advierte a otras mujeres, posmodernas, acerca del riesgo de caer en la victimización o en la identificación con la madre, características referibles a la mujer moderna: pasiva y melindrosa, o activa sólo en su función maternal (sobre hijo o marido, da igual).

La patrona

La búsqueda principal para una mujer, en sus encuentros con los hombres –más allá de la satisfacción en sus encuentros sexuales y en la maternidad– la constituye el lograr ser amada por un hombre, llegar a capturar a uno que la ame especialmente a ella, encontrarse con aquel que la distinga con su deseo como una, singular, entre todas las otras mujeres. Cabe observar que, actualmente, este procedimiento suele ser realizado por ellas a repetición, es decir, que el cumplimiento de este rasgo requiere una búsqueda realizada con sucesivos hombres y cuyas condiciones de éxito sólo pueden ser analizadas en cada mujer, singularmente.

Para los hombres, en cambio, la bipartición entre el amor y el goce parece haberlos empujado a una suerte de “infidelidad estructural”. Se constituye entonces el problema masculino en estos términos: cómo podría arreglárselas un hombre con una sola mujer, cómo elegir a una y situarla en el lugar de causa de su deseo. Algunos hombres, a los que podríamos denominar neuróticos “tradicionales”, suelen llamar a sus esposas “la patrona”. La patrona, designación con la que denuncian su elección conforme al tipo de la mujer-madre, organiza sus vidas. Si bien algunos de estos hombres pueden conservar el rasgo de infidelidad “social” y gozar con otras mujeres –sea con amantes ocasionales o estables, o por renta part-time de servicios sexuales–, ¿qué sucede sexualmente con la patrona?

No podría decirse –al menos no en muchos casos– que esos hombres no quieran a su patrona, mujer única para ellos; pero, ¿cómo gozar de la patrona en la cama? Ya que se sabe, desde Freud, que para gozar de una mujer en el acto sexual un hombre debe faltarle el respeto. Esto se refiere a la idealización de una mujer: si una mujer está “allí arriba”, no puede compartir el lecho “aquí abajo”. Imaginemos a un hombre –estoy pensando en una dificultad narrada por un sujeto obsesivo– que, en el preciso momento de penetrar a su esposa, se encontró viendo a la madre... de sus hijos. ¿Cómo podría poseerla “de verdad”, si su libido se halla adherida al objeto incestuoso y toda su vida ha girado en torno de su dedicación a esa madre, mientras secretamente se consagraba –aunque no menos en la actualidad– a ejercicios masturbatorios?

Y ahora desde la perspectiva de “la patrona”, ¿qué sucede cuando ella se ubica complaciente y decididamente en su puesto de mando, aunque haga de ese lugar el último baluarte de una sempiterna queja? Una mujer, cuando se trata de obtener goce sexual en el encuentro con un hombre, deberá dejarse tomar como objeto causa de deseo, es decir, prestarse a ese goce que él obtiene con su fantasma, y por ese medio extraer ella Otro goce que excederá no solo a él, sino, y especialmente, a ella misma. La patrona de la que hablamos no parece estar dispuesta a esos deslices libidinales, ya que su satisfacción está puesta en otro lugar: “fabricar a su hombre” (ver más abajo), llámese “maternidad”.

Nueva patrona

Las mujeres de hoy ya no necesitan el palo de amasar de la patrona-ama-de-casa como emblema del poder fálico (y quizá tampoco requieran tanto como antes de sus hijos, al menos no de los hijos concebidos con sus maridos). Con las transformaciones del mercado capitalista se ha modificado el equilibrio de fuerzas entre hombres y mujeres. La justa apropiación por parte de las mujeres de sectores ligados tradicionalmente con la esfera pública ha introducido cuantiosos matices en la guerra entre los sexos. Un nuevo tipo femenino no oculta su predilección por el sexo ocasional. Decididas en el encuentro sexual, suelen quejarse de que los hombres se intimidan cuando ellas los encaran dejando ver las llaves de su departamento o de su auto. Ese gesto puede constituir una mostración de la impotencia masculina (“Ahora yo lo tengo y vos no”) y resultar para un hombre un castigo aún más doloroso que el inocente palo de amasar de antaño. Venganza femenina/humillación masculina. Sin embargo, un hombre, confrontado con ese señuelo, no tendría por qué sentirse intimidado: sólo la magnitud de su indexación fálica habrá determinado esa respuesta. Una mujer en el diván, enojada consigo misma, se quejaba por cómo había tratado a un hombre que la atraía especialmente. Luego del momento inicial de mutua seducción, y ya en el umbral de un encuentro sexual, ella le preguntó si había traído preservativos. A su respuesta “Traje algunos, ¿y vos?”, ella no tuvo mejor idea que decirle: “¡Bueno, bueno, cuánta fe que nos tenemos!”. La respuesta de él no se hizo esperar: impotencia sexual.

Del lado de estas mujeres se ha producido una inversión dialéctica en su posición discursiva: han dejado de sentirse “mujeres-objeto” para procurarse “hombres-objeto”. Como otra de ellas me enfatizaba en una entrevista: “Yo, como muchas de mis amigas, no estamos dispuestas a tener un hombre al lado durante mucho tiempo. Al tiempo se vuelven insoportables y hay que pedirles que se vayan”.

En una primera entrevista, otra mujer –ejecutiva, famosa, reconocida socialmente– hablaba de los hombres igual que ciertos hombres hablan de las mujeres. Un rasgo de su padre, que comentó al pasar, era la sustancia identificatoria de la que se alimentaba: ella era en el mundo de los negocios –éstas fueron sus palabras– “un hombre más”, y obtenía su éxito empresarial en el mismo rubro en el que su padre había fracasado. Efectivamente se había transformado en un hombre más, y no le hizo falta ninguna prótesis peneana para serlo; tampoco era homosexual; era una mujer perfectamente neurótica.

Este tipo de mujeres hacen el hombre a su manera: no son las que tienen (ni quieren) un marido a quien hacer existir como el hombre que ellas pretenderían ser; ellas no moldean a “su” hombre a su imagen y semejanza. Para ellas el reemplazo es directo y sin mediación: son ellas quienes lo borran del mapa y se colocan en su lugar. Este tipo de mujer “posmoderna” constituye un envés de aquella otra, “moderna”, que, encerrada en su familia, se había dedicado a fabricar a su hombre: vistiéndolo, mandándolo al trabajo (y a la vida), con una caricatura de docilidad que la encuentra pasiva, callada y siempre plegada al deseo masculino.

De esta nueva posición, el testimonio light lo constituyen los clubes de mujeres solas –o casadas pero reunidas solas para la ocasión– presenciando stripteases masculinos, ululando con cada trozo de los cuerpos exhibidos y peleándose ritualmente, de un modo fetichista, para conseguir el slip ofrecido. Esta práctica se ha transformado en un hábito aceptado socialmente; a veces, aunque no siempre, con el único requisito de que las mujeres casadas vuelvan después a sus casas.

Se deduce que la división amor-goce pareciera ya no funcionar exclusivamente del lado de los hombres, a partir de que el simulacro fálico ha tomado legitimidad jurídico-social para las mujeres. Pero quedan aún por determinar las variaciones singulares que se producen, no sólo en la esfera pública, a partir del justo reconocimiento de la paridad legal entre ambos sexos, sino especialmente en el campo del goce sexual, ya que en éste no existe la justicia distributiva.

* Texto extractado de ¡Por fin hombres al fin! (ed. Grama).

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