Durante mucho tiempo, distintas voces advirtieron que el terror que cundió en la sociedad durante la dictadura no era una simple consecuencia de la represión, destinada a aniquilar a quienes se opusieran al proceso de reorganización económico-política de la nación. Se decía que el terror en sí mismo había sido planificado. Estas inferencias hallaron amplia corroboración al hallarse un documento del Ejército en el que se establecieron las acciones psicológicas a implementar para producir el terror en la población; su sola lectura provoca una gran impresión.
El hallazgo del documento –cuya existencia fue revelada por Página/12 el 26 de julio de 2009, en nota firmada por Adriana Meyer– fue resultado de la búsqueda efectuada por los abogados David Baigún y Alberto Pedroncini. Se trata del Reglamento del Ejército RC-5-1, denominado Operaciones psicológicas. El ítem Nº 2004, llamado “Método de la acción compulsiva”, dice: “El método de la acción compulsiva será toda acción que tienda a motivar conductas y actitudes por apelaciones instintivas. Actuará sobre el instinto de conservación y demás tendencias básicas del hombre (lo inconsciente). La presión insta por acción compulsiva apelando casi siempre al factor miedo. La presión psicológica engendra angustia: la angustia masiva y generalizada podrá derivar en terror, y eso basta para tener al público (blanco) a merced de cualquier influencia posterior. La fuerza implicará la coacción y hasta la violencia mental. Por lo general este método será impulsado, acompañado y secundado por esfuerzos físicos o materiales de la misma tendencia. En él la fuerza y el vigor reemplazarán a los instrumentos de la razón. La técnica de los hechos físicos y los medios ocultos de acción psicológica transitarán por este método de la acción compulsiva”.
El resumen final del Reglamento divide los medios previstos y autorizados de acción psicológica en tres campos: 1) naturales; 2) técnicos; 3) ocultos. Entre los medios “ocultos” incluye: “Compulsión física, torturas de tercer grado”; “Compulsión psíquica”, clasificada a su vez en: “1) Anónimos, amenaza, chantajes. 2) Seguimiento físico, persecución telefónica. 3) Secuestros, calumnias. 4) Terrorismo, desmanes, sabotaje. 5) Toxicomanía (incluye alcoholismo, drogas y gases incapacitadores psicológicos). 6) Lavado de cerebro”.
Para señalar los efectos de este plan, analizaré brevemente algunas frases de ese entonces. Todos recordamos la tristemente célebre “Por algo habrá sido”. La vincularé con otra frase, la de un prisionero que a su regreso describe lo acontecido en el campo de detención y tortura: “¡Es un infierno! ¡Gritos terribles todo el tiempo!”.
“¡Es un infierno!” alude a lo horroroso y parece corresponder a un primer nivel de representación del hecho traumático. “Por algo habrá sido” se presenta, en cambio, como un enunciado más complejo en el que interviene claramente una instancia moral, superyoica, que alude a un castigo merecido. Sin embargo, “¡Es un infierno...!”, en su intento de significar lo traumático apela a una vía religiosa, la que indica que son los pecadores quienes van al infierno como castigo, y de ese modo nos introduce en los imperativos morales. Inadvertidamente, el prisionero queda situado en el ámbito destinado a los pecadores. Podemos incluir una tercera frase, la proferida por los torturadores en los campos de concentración: “¡Somos Dios! ¡Somos los dueños de la vida y de la muerte!”: se redobla la entronización del poder absoluto al que se está sometido.
Diversos autores insisten acerca de la imposibilidad de representar lo traumático. Dentro de ese imposible, que estaría “más allá” de lo imaginable y simbolizable, se ha incluido, prototípicamente, el horror de la Shoah, el genocidio perpetrado contra los judíos. De este horror se afirma en forma absoluta que escaparía a la significación. Considero que esta idea, en su radicalidad, forma parte de mecanismos de desmentida, de renegación de lo percibido y pensado. La representación del horror es posible pero, por diversos motivos, se desconoce lo efectivamente representado o pasible de ser representado, constituyendo un no querer saber. La vivencia de terror es uno de los motivos para no querer saber, y el terror puede ser construido. Lo sucedido en la Argentina durante el terrorismo de Estado nos muestra que el terror no ha sido un simple epifenómeno del genocidio cometido por la dictadura militar; por el contrario, ha sido planeado cuidadosamente.
Vamos viendo que, a través de frases como las referidas, los torturadores recreaban un poder absoluto; hubo quienes idearon el Reglamento del Ejército RC-5-1, de “Operaciones psicológicas”; hubo quienes asesoraron profesionalmente sobre las cuestiones psíquicas, incluida la noción de inconsciente; hubo quienes en el seno de la sociedad se plegaron al discurso del poder y en esta situación se ubicó la víctima.
Una concepción del trauma como “irrepresentable”, al hacer hincapié en lo cuantitativo, en el monto de conmoción sufrida, corre el riesgo de ser oclusiva y consagrar el hecho traumático que, así declarado impensable, deviene incuestionable: esto implica el no cuestionamiento del poder que, en sus distintas significaciones, lo constituye.
El poder que diseñó las “operaciones psicológicas” extiende a través del tiempo su omnipotencia y logra su cometido de “tener al público a merced de cualquier influencia posterior”, como dice el Reglamento. Su poder anonadante podría así continuar legitimado por las disciplinas que, en el seno de la sociedad y la cultura, preconizan la supuesta imposibilidad de representar, de simbolizar, es decir, de pensar el horror. En una conjunción del poder alienante social y de las representaciones idealizadas y omnipotentes del psiquismo individual, se entroniza un gran hipnotizador que ordena qué debe ser visto o no visto, pensado o no pensado.
Perdura en este estado de cosas un espíritu religioso y sus absolutos. Si en los momentos del horror las víctimas han sentido que estaban en el infierno, como suele constatarse en los testimonios, sostener luego que esas experiencias vividas son intransferibles, del orden de lo inefable, crea una mística de la inaccesibilidad que perpetúa los hechos traumáticos y obstaculiza la posibilidad de generar procesos de simbolización, de elaboración en profundidad de lo vivido, lo cual impide el efecto liberador concomitante. Del mismo modo, el entorno social, del que se necesita receptividad y acompañamiento para la elaboración del trauma, puede llegar a ausentarse en nombre de un respeto reverencial frente a lo supuestamente innombrable.
En Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, el historiador del arte y filósofo Georges Didi-Huberman analiza las fotos tomadas por un prisionero de Auschwitz. Se trataba de un miembro del Sonderkomando, el grupo de prisioneros obligados a manipular los muertos en el campo de exterminio. El prisionero tomó cuatro fotos, con una cámara introducida por la Resistencia polaca. Dos de ellas, tomadas desde el interior de la cámara de gas, muestran a través de una ventana los cadáveres amontonados y, por detrás, el humo de las fosas en que están siendo incinerados los cuerpos; miembros del Sonderkomando, vigilados por guardias de la SS, realizan su tarea entre los cadáveres. Las otras dos fotos han captado el momento en que un grupo de mujeres desnudas son conducidas hacia la cámara de gas. Didi-Huberman señala que el considerado núcleo irrepresentable del genocidio, el gaseado de los prisioneros e incineración de sus cuerpos, es justamente lo que ha sido representado en las imágenes fotográficas. Y esa representación es producto de un acto político: el prisionero, al decidirse a correr un gran riesgo, con la conmoción emocional que se trasunta en las fotografías mismas, ha tomado la decisión política de enfrentar al poder nazi en su prohibición de mostrar el exterminio.
Poder y muerte
El develamiento de la muerte en su relación con el poder tiene un interesante antecedente en la historia de la representación. Carlo Guinzburg se refiere a la representatio medieval: en los funerales reales, muerto el rey, se imponía pasearlo ante los súbditos para una despedida final; pero el estado de descomposición del cuerpo debía quedar oculto, ya que su exposición pública conllevaría el deterioro del poder real; para ello se construía un féretro cuya tapa era una efigie de madera que lo representaba. Se daba a ver este cuerpo del rey y se ocultaba el otro, el cuerpo en descomposición. La visión del cuerpo del rey muerto hubiera sido posible, sólo que contrariaba los designios de perpetuación del poder. Podemos pensar que en la concepción de la imposibilidad de representar ha intervenido, y sigue interviniendo, una necesidad de soslayar la muerte, que, en su vinculación con el poder, se connota como prohibición.
Didi-Huberman insiste en que no trata de erigir esas imágenes arrancadas al silenciamiento como totales, absolutas, lo cual sería replicar la actitud de un poder que se proclama total. Pero son indudablemente imágenes, representaciones del hecho traumático que se suponía irrepresentable. Pilar Calveiro, en Poder y desaparición, advierte que la voluntad de ese poder concentracionario, que se quiere total, tiene resquicios, como esos que crean los prisioneros al mirar a través de las vendas de sus ojos. En este mirar hay una determinación de ver que se resiste a otorgar al Poder un plus, el de la atribución de poder; concederle este plus conllevaría imponerse a sí mismos una limitación más en la posibilidad de saber y poder. Ya Antonio Gramsci precisó que la empresa de dominación alcanza su máximo logro cuando, además de las medidas coercitivas, consigue que los dominados hagan suyo el pensamiento hegemónico.
La creación de totalidades por el poder simbólico de cada época puede ser estudiada y fechada. Así lo hace Freud respecto de la religión –esa gran producción simbólica– cuando, en Moisés y el monoteísmo, incluye la organización política entre las causas que originaron el monoteísmo en Egipto: la concepción de un único Dios se entiende en el marco de la consolidación del imperio egipcio durante la dinastía decimooctava; a un emperador absoluto le corresponde un Dios todopoderoso.
Llegado el siglo XVIII, han sido entronizados el Hombre y sus Derechos. Sin embargo, aún subsisten poderes encubiertos por la proclama “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. La sumisión a esos poderes puede adoptar diversas formas, entre ellas el culto de los absolutos y la prohibición de revelarlos.
Somos hablados por concepciones que influyen en nuestro modo de pensar, que han sido construidas en determinados momentos históricos y que están sujetas a diversas determinaciones. Tenerlo presente puede ponernos en mejores condiciones para revisar saberes que adquieren la connotación de lo consagrado. En el tema que nos ocupa, la afirmación de que representar el trauma es un imposible nos recuerda las prohibiciones religiosas de nombrar a Dios o de representarlo en imágenes.
* Psicoanalista; cátedra de Salud y Derechos Humanos, Facultad de Medicina, UBA; Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA). Extractado de un trabajo presentado en las II Jornadas sobre Experiencias Latinoamericanas de Derechos Humanos “El terrorismo de Estado. Apuntes sobre su historia y sus consecuencias”, organizadas por el IEM (Instituto Espacio para la Memoria), en octubre de 2010.
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